lunes, 7 de noviembre de 2016

Capítulo 6

Q.
¿Podrían los altos y bajos no parar nunca?
Pensaba que esto me había sobrepasado. Pensé que la noche de nuestra boda y el día de nuestros votos me había curado de esta ridícula felicidad y odio.
Ella me hizo tan jodidamente feliz.
Pero también me hizo odiarme a mí mismo.
No podía mirarla mientras comíamos caviar frío y pollo asado al romero en una manta en el campo. Si el granjero regresaba a tiempo para ver las marcas de sexo en el granero, podría tener alguna indicación de que las dos personas que acababan de follar estaban allí.
Más que follar.
Luchar con nuestras almas y castigar con nuestros cuerpos.
Mi pene todavía se retorcía de locura residual de mi liberación. Tess siempre hacía mi orgasmo más fuerte. Ella señalaba la oscuridad de mí, incluso cuando hice mi mejor esfuerzo para prohibirlo.
Yo no era el maestro.
Lo era ella.
La maldigo al infierno.
Yo hubiera querido ser suave. Hubiera querido hacerle el amor en vez de follarla como un animal. Porque me refiero a lo que dije. ¿Y si la razón de mi frustración era por mis propios problemas? ¿Qué pasa si era yo el que tenía el problema y se lo estaba escondiendo a ella?
Tragué esos pensamientos antes de que pudiera enfadarme otra vez.
Bebiendo un sorbo de champán agrio, acorté la pequeña distancia y le acaricié la carne viva, la mejilla rayada.
Nos sentamos envueltos en una manta gruesa que la señora Sucre nos había metido en la cesta, manteniéndonos calientes de las heladas de invierno de nuestro alrededor. Después de haber terminado nuestro episodio en el granero, me había preocupado por ella como siempre lo hacía.
Follarla de esa forma tan brutal significaba que tenía que juntarla de nuevo. Había usado las toallitas húmedas de la guantera del coche y había limpiado el pequeño corte que se había hecho con el heno en el pómulo. Le había echado crema antiséptica en la herida y la besé una y otra vez.
Ella toleraba mis servicios, más para mí que para ella. Conocía mi ritual de comprobación, para ver a lo lejos que había llegado cuando perdía el control, era del todo por mi bien. Era tan fuerte en ese sentido. Me dejaba abusar de ella, me rogaba que lo hiciera, y luego, no requería ningún cuidado posterior.
La primera vez que ella se había negado a inclinarse a mis pies, en cuanto Franco la empujó a través de mi puerta principal, lo había sabido. Había sabido que ella no era sólo mi igual, era mi emperatriz. Alguien me volvería a adorar porque ella tenía más fuerza y valor en un dedo meñique que el que yo tenía en todo mi maldito cuerpo.
Mis ojos se dirigieron a su forma de la manta. Por debajo de su vestido, sabía que sus caderas estaban decoradas con marcas de dedos y unos mechones rubios cubrían el suelo del establo, donde había tirado demasiado fuerte.
Aparte de su mejilla, yo no le había hecho sangre. Sin embargo, sí tenía. Se había mordido el labio inferior, los tenía hinchados, rojos y tan jodidamente besables que contemplaba una segunda vuelta con ella con las piernas abiertas sobre el capó de mi coche.
Obtén un maldito agarre, Mercer.
Estábamos casados durante años. ¿Querría que nunca se fuera? A este ritmo, iba a tener una muerte prematura, mi corazón iba a estallar de placer en su interior.
Ahuecando su mejilla, respiré, “¿Estás bien?”
Ella se apoyó en mi caricia con una sonrisa suave. “Por supuesto, ¿por qué no iba a estarlo?”
Me encogí de hombros. “No puedo pensar en algunas cosas.”
Ella apartó la mirada. “Bueno, yo sí puedo. Pero nada relacionado con lo que acaba de ocurrir en el granero.” Arrancando un trozo de pollo, masticó cuidadosamente. “Lo sabes, este fin de semana de cumpleaños no es sólo para ti.”
Paré la caricia, cogiendo caviar. El caviar nunca podía tocar el metal o la plata. Si lo hiciera, la textura y el sabor se arruinarían completamente. Los hábitos alimenticios de los ricos siempre me divertían.
“¿Qué significa eso?”
Tess me miró; sus ojos azules normalmente sin engaños estaban ensombrecidos con preguntas. “Sé que eres infeliz, Q.” Me despidió con un gesto mientras mi temperamento se espesó y abrí la boca para discutir. “Antes de que digas nada, no quiero decir que seas infeliz todo el tiempo. Pero hay algo que estás ocultándome. Necesito saber qué es para poder arreglarlo.”
¿Qué pasa si no se puede arreglar?
Entonces, ¿qué?
Suspiré profundamente. “No hay nada que arreglar, esclave.”
“Yo digo lo contrario.” Ella bajó la cabeza, vertiendo más champán como una excusa para no mirarme. “Necesito que me lo digas pronto, Q. Antes de que me vuelva loca de preocupación.”
Deteniendo su torpeza, puse mi mano sobre la suya. “Sé que no he sido justo, escondiendo esto de ti. Pero estoy casi listo para hablar de ello. Lo prometo.”
“¿Lo estás?”
Asentí con la cabeza de mala gana. “Casi.”
“¿Me lo dirás antes de que termine la semana?”
¿Una semana?
¿Eso es todo lo que tengo?
¿Cómo podría poner en palabras algo que ni siquiera entendía yo mismo? ¿Cómo podría describir el deseo dentro de mí y admitir que había estado mintiendo durante meses o explicar el deseo indescriptible de algo que nunca había querido antes?
Era mi turno de apartar la mirada, mirando al campo y al sol de color amarillo brillante. La nieve aún permanecía en las zanjas y en los valles, pero en general, el invierno había sido demasiado amable. Unas cuantas hojas todavía se aferraban a las ramas, y el crujido ocasional de los ratones de campo hablaban de una existencia que se negaba a morir incluso con temperaturas que burlaban la congelación.
Si nada perecía, nada podría renacer.
Los mismos errores y dificultades persistirían.
“Q…” Tess me robó de nuevo hacia ella.
Apretando los dientes, arranqué un trozo de baguette. “Bien. Tienes mi palabra. Te lo diré hacia el final de la semana.”
Si no te das cuenta antes de esa fecha.
Tess era la persona más curiosa y decidida que conocía. Probablemente ya había adivinado mi problema. Lo más probable es que pudiera exponerlo con palabras mejor que yo. De alguna manera, quería que lo hiciera.
Tal vez entonces, podría entender cuál era mi maldito problema.

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